Literario

lunes, 28 de noviembre de 2011

El Padre Jeringas


                                                                       El Padre Jeringas

El verano calaba  aquella noche de trajín intenso en el servicio de urgencias del Hospital General de Zona No. 1 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) de Culiacán, Sinaloa, México, las ambulancias no dejaban de aular entregando su delicada carga de dolientes. Hombres y mujeres se arremolinaban alrededor del puesto de control buscando ser atendidos por el médico de guardia. Las camas de hospitalización repletas, el servicio estaba realmente saturado. Las enfermeras no cesaban su vaivén; los pasantes se encontraban ocupados todos. No había señales de descanso para nadie en todo el turno. En esa vorágine, allá a las altas horas de la noche hace presencia un hombre de estatura mediana, complexión regular, tez blanca, pelo negro, enfundado en habitos de sacerdote católico. En su mano derecha portaba un maletín de piel color negro, pero dado su constante uso mostraba abundantes zonas decoloradas. Pronto estubo cerca de mí, sin ambages me interrogó sobre el estado de salud que guardaban los pacientes que estaban internados, enseguida remarcó su interés por los más graves.
Dudé en darle la información, no es costumbre proporcionarla al menos que el solicitante sea familiar directo, se notaba que el señor que me la solicitó nada tenía que ver con alguno de ellos, con recelo pregunté sobre el objeto de su presencia en nuestra área de trabajo, quizá me notó molesto por lo que respondió de inmediato -Soy el padre Héctor Orozco y mi función es asistir a  enfermos en su lecho de dolor, especialmente aquellos que estén graves, entendí y enseguida le dí el número de las camas que correspondían a los más enfermos en aquella noche de agosto. El lugar parecía un horno ya que  no funcionaba la climatización artificial por lo que el calor realmente sofocaba y por otro teníamos abundante trabajo.
Al recibir la ubicación de las camas, enseguida se apresuró en su busca y, así uno a uno los fue visitando, se detenía un tiempo corto, pronunciaba una oración inenteligible dado que la hablaba casi sin separar sus dientes incisivos, momentos después colocaba un escapulario en alguna de sus muñecas y pasaba a otra cama y se repetía el ritual. Cuando ya los había visitado se despedía e iba a otras salas en busca de otros. Esa noche dado lo intenso del trabajo no lo miré regresar desde el interior del hospital.
Después de esta coincidencia su figura encorvada con el maletín viejo en su mano derecha, su hábito blanco y  la estola púrpura que portaba cruzándole el  cuello se me hicieron familiares; lo mismo ¿Dónde están los enfermos más graves? enseguida, raudo se encaminaba hacia los cubículos, pronunciaba sus rezos y, sabía que los había visitado dado el escapulario que les colocaba en su muñeca derecha.
En ocasiones no le era posible acercarse a los pacientes dado su calidad de aislados, eso no le impedía cumplir su objetivo ya que desde las puertas de las salas murmuraba oraciones, enseguida tomaba agua del grifo con una jeringa; la bendecía y desde ahí se las arrojaba sobre los cuerpos. Lo anterior era frecuente en niños en peligro de morir.  Desde luego que estos no estaban bautizados, él, sin permiso de los padres lo hacía con el agua contenida en el dispositivo  cumpliendo así con el mandamiento de la Iglesia; de aquí el mote de "Padre Jeringas".
Desde principios de la década de los años ochentas, lo he visto caminar de hospital en hospital, noche tras noche llevando al límite su capacidad física para cumplir con su apostolado; salvar almas de parecer en el lago del fuego eterno, según él, fallecer sin asistencia espiritual, se muere en pecado y su destino, morar en el lago de lumbre que se encuentra en el centro del Infierno.
Dado lo noble y lo constante de sus acciones se han elevado leyendas con respecto a su persona y hacia su actividad, hay algunos que lo quieren ver como santo, dicen que tiene el poder de la sanación; aquí le comparto uno de sus milagros; Don Fernando Valenzuela, un vecino de esta ciudad portador de asma bronquial; padecimiento crónico que de manera súbita se agudiza provocando sofocación intensa y muchas de las veces  el paciente necesita la aplicación de sustancias intravenosas, oxigenación y nebulizaciones con broncodilatadores para su recuperación. En uno de tantos episodios, ahí estaba Don Fernando y hasta él llegó el padre; al paciente no le pareció adecuada la visita, inmediatamente pensó que estaba en artículo de muerte, que la presencia del sacerdote representaba la santa unción, en ese momento lo rechazó lanzándole  palabras altisonantes hacia su persona  y de manera enérgica ordenó a la enfermera que le retirara las líneas que descargaban líquidos dentro de sus venas, ya sin ellas se marchó no sin dificultad rumbo a su casa, argumentó que si le tocaba morir que mejor fuera en su cama, no murió, pero tampoco ha regresado al servicio de emergencias, ahora en tono socarrón comenta -Me curó el padre jeringas
El sacerdote acepta de manera tácita su don, ya que cuando se le pregunta si lo tiene, contesta -Yo curo a través del poder de mi padre Dios- dejando el resto a la imaginación y la fé de la gente. Otra situación que se dice que tiene, es el don de la bilocación, también aquí no afirma, ni rechaza que lo posee, sólo se concreta a decir -Dice la gente que me ve en dos lugares a la vez- abonando a la leyenda que se ha construido  alrededor de su persona.
 Ya no  tenemos el vestido blanco de Lupita la Novia de Culiacán,  hoy queda la sotana del párroco que nos  sigue iluminando, pero incluso, cuando él ya no esté en nuestras calles, seguramente seguirán los brillos de ambos desde el cielo; ya que seres de luz como Lupita y el padre  se quedarán por siempre entre nosotros ¡Sigue bendiciéndonos padre jeringas!

                                               Dr. Nicolás Avilés González

jueves, 17 de noviembre de 2011


Chinto Mentiras


¡Cuentame la última Chinto!
Así gritaba un hombre al que por la calle lodosa caminaba como si tuviese prisa.
-¡Dime la última Chinto!. Insistía el que con el torso desnudo desafiaba el calor inclemente de septiembre bajo la sombra de una gran pinguica. Como no lograba lo que quería le llama de nuevo
-¿Pero hombre, por qué tan de prisa?- Gritaba con la clara intención de que el que caminaba zigzagueando por la calle resbalosa, tratando de no caer en los charcos rebosantes que había dejado la copiosa lluvia que hacia minutos había terminado de caer, se detuviera. Quería que le relatara alguna de las muchas anécdotas que tenía Chinto para contar. El aludido sólo disminuyó un poco el paso al tiempo que giraba pausadamente su tez morena y con los dedos de su mano derecha elevó de manera discreta el ala de su sombrero de lona blanco y enseguida agregó
-No hombre, no puedo contarte nada en este momento voy de prisa- El de la pinguica, sorprendido por la respuesta intentó saber el motivo de la premura
-¿Que sucede, cual el motivo de ir tan rápido para el Seguro?
El moreno, después de escucharlo sonrió, lo hizo de manera discreta, aunque llevaba buena dosis de picardía ya que esta tenía de sobra y agregó.
-Sabes lo ordinario que son los plebes- Hasta ahí se la dejó, espero que el bichi le hiciera otra pregunta, intuía lo que vendría, sabía que el de la pinguica mordería el anzuelo o que quedaría atrapado en su propia red y así fue.
-Si son muy ordinarios los chámacos. Lo afirmó, dándole la señal a Chinto de que estaba influido y enseguida otra- ¿Que le pasó a tu plebe?- No había dudas, enseguida, la mirada de Chinto se tornó más picara que de costumbre y contestó- ¡Donde vas a creer, desde temprano tienen internado al más chico, este el motivo del apuro!- No añadió más y espero que el bichi solicitara ampliación de motivos y lo hizo- ¿Que tiene tu hijo, por qué está internado?- La pregunta llevaba toda la ingenuidad que en aquel cuerpo escurrido cabía. Esto era lo que esperaba el mentiroso- Pues que crees, este recabrón se tragó ésta mañana un peso Morelos de plata- Sin preámbulos, sin defensa, envuelto totalmente en el influjo mágico de Chinto, replicó-¿Se le atoró en el galillo?- A Chinto no le quedó duda alguna de que el bichi estaba enredado en su propio estambre y le completó- ¡No, no tiene el peso en la garganta, el problema real es que en lo que va del día sólo ha arrojado dos veintes y un diez!
-¡Cincuenta centavos!- dijó sorprendido el ingenuo- a lo que contestó Chinto- Si solamente cincuenta centavos, me dicen los médicos del Seguro que si no arroja el otro tostón me lo van a operar ya que tiene el riesgo de que le pegue peritonitis.
-Ahora comprendo el motivo de tu apuro, creo que es muy grave el asunto de tu plebe. después de decir lo anterior lo conmina a que apresure el paso de nuevo de la manera siguiente- No te detengas, discúlpame que te embromé, otro día me cuentas la última mentira, estoy apenado por haberte entretenido, picale pá'l Seguro amigo-
El rostro del ingenioso se llenó de alegría, pero para no romper el influjo logrado contuvo la sonrisa que amenazaba con abandonarlo, la detuvo apretando las hileras de sus dientes blancos e inmediatamente aceleró el paso dejando sumergido en un  mar de dudas al de la pinguica y se perdió al fondo por la calle lodosa. Con esta chispa de picardía producto del ingenio que le fluía por todos los poros de su piel, este moreno a causa del intenso sol del campo deslumbró a todos los de Costa Rica, Sinaloa, con esa genialidad quiero recordarlo y, estoy seguro que muchos en el pueblo guardan más de una de Chinto Mentiras.

                            Dr. Nicolás Avilés González


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Eloisa y Miguel Pimienta

                                        Eloísa y Miguel Pimienta

De las lunas, la de octubre es más hermosa,
porque en ella se refleja la quietud de
dos almas que han querido ser dichosas
al arrullo de su tierna juventud.
Corazón que has sentido el placer en las noches de octubre...


La letra de esta linda melodía propia del cancionero popular mexicano no dejaba de sonar en la mente de aquella joven piel canela, ojos color de mar y pelo azabache, el ambiente era propicio y encantador, no calor que casi siempre se siente en este Estado, hoy no ruborizaba, arriba el cielo lucía una luna plena que bañaba de plata la campiña sinaloense. Era el mes de octubre, el de las lunas bonitas. La noche era embriagadora e invitaba a la pasión. Eloísa se acompañaba de un joven labrador que hacía tiempo le robaba el sueño, la oportunidad era única, paseaban a la vera del río y los arrullaba el canto perenne del Baluarte; agua que de momento se volvía brisa, que luego era arrastrada por el viento suave que bajaba de las montañas y acariciaba sus caras juveniles. La pareja se hallaba embelesada, temblaban ante el contacto de sus pieles y ante el roce de sus labios. Era su primera cita de amor, ella, contagiada por lo bello del momento comentó a Miguel sus pensamientos de la manera siguiente- El embrujo de ésta noche me hace que me trasporte lejos... Me veo junto a tí remando en una barca en la inmensidad de la mar- Miguel la escuchó con atención, pero no dijo nada acerca de lo vertido por la jóven, era un hombre poco expresivo, como son los curtidos por las faenas del campo. El murmullo del agua y del viento no cesaban de amenizar la soledad, ante la actitud del joven, ella insiste con una pregunta que enseguida hace al de tez blanca, facciones finas, ojos de miel y pelo dorado- ¿Para qué te gusta la noche Miguel?, esperaba, desde luego una respuesta llena de poesía y plena de pasión acorde al instante,  sin embargo el hombre contestó parco y de bucólica manera-Para cortar hoja de maíz Eloísa, ya sabes que de día hace un calorón de la chingada- Al escuchar, Eloisa rompió con el influjo que había invadido su silueta esculpida por los dioses, se encogió, las palabras del labrador fueron duras como el sonido cuando rompe una gran  ola en la roca, violento, sacudió sus sentidos, desapareció la ilusión, se le cayeron las alas con las que flotaba y sólo acató a decirle - Llévame a casa- inmediatamente después la pareja desapareció entre el caserío mientras la luna iluminaba de manera esplendorosa el cielo sereno en aquella noche de octubre en El Rosario, Sinaloa.
                
                              Dr. Nicolás Avilés González