El Güero Velorios
Llorar, llorar, tema por demás extraño de este enigmático
personaje; que era de todo en el pueblo y entre otras cosas peón de albañil,
cargador, vago, borracho, abre tumbas y por supuesto llorón. El mote de
“Velorios” o “Funerarias” se los ganó a pulso ya que no había ceremonia
luctuosa en Costa Rica en la que no asistiera, siempre acompañaba a los deudos
y al difunto en turno.
Muchas veces
desconocía a los dolientes y también la vida y obra del muerto, pero esto no era
limitante para que asistiera y de paso
llorar en serio. Comía bien y bebía mejor; era portador de hambre y sed perenne, motivos suficientes para
localizar los velorios del pueblo y así sin el punto fijo, el Funerarias
llegaba. Su olfato era de perro para el menudo,
los tamales, los frijoles puercos, los cigarros y el trago; alimentos y bebidas que
en algunas ceremonias luctuosas corrían como si fuese fiesta. Esto
invariablemente volvía feliz al Güero y el aroma siempre lo conducía hasta el
sitio exacto.
Era de piel blanca, barba hirsuta, pelo y bigote rojizo, de
frente amplia, adornada con cejas espesas y bajo éstas unos ojos expresivos
color de cielo de mirar profundo. Además
le daban ataques epilépticos y por la frecuencia en que le sucedían le habían
dañado el juicio, condición que explicaba los arrebatos de cólera intensa que
le generábamos cuando le gritábamos “Barrabás”, al escucharnos se mostraba
violento y por lo mismo peligroso.
Entre pasividad, velorios y arrebatos transcurría su vida sin
nada digno de escribir a casa pero cuando acompañaba a un muerto era otra cosa;
se transformaba de taciturno a cooperador y respetuoso; lloraba, lloraba y entre el llanto y llanto se detenía por lapsos
pequeños para realizar discursos casi siempre confusos. Tanto que nada tenían
que ver con las actividades, ni con la moral del difunto en turno, por lo que desconcertaba a los familiares. Hablaba, dirigiéndose a un hombre cuando el
cadáver correspondía a una mujer y viceversa, enaltecía o reclamaba hechos que
imputaba al difunto sin tener razón o motivo para hacerlo, sin siquiera reparar en ello.
A manera de justificar su presencia y el motivo del llanto;
en sus letanías decía que pagaba supuestas deudas contraídas con el ahora cadáver
y por lo tanto su presencia era a manera de liquidarlas. Al paso de las horas y
con más alcohol en su cabeza, olvidaba lo anterior y pasaba la cuenta por sus
servicios. ¡Sí, el Funerarias no lloraba gratis! Cobraba a cinco pesos la hora,
y el modo de hacerlo, era por demás efectivo. Se ponía grosero e intransigente.
Esto hacía que todos le pagarán por algo que no habían contratado, lo que
intentaban era correrlo del lugar, que desapareciera lo más pronto posible.
Los velorios eran todo un acontecimiento social, en el cual
se daban cita las familias de Costa Rica que por aquél entonces no éramos
tantos y nos reuníamos casi todos. Durante la velada se repartía allá por la
madrugada menudo con grano, pata y
garra para reanimar el cuerpo. Además, café, cigarros y trago. Lo anterior
jalaba vagos y borrachos que iban a llenarse al velorio. Así, mientras se
fumaba, comía y bebía, escuchábamos los llantos y letanías del Güero, la
creatividad de Chinto Mentiras con sus relatos llenos de delicia y picardía, y
soportábamos las babosadas del Miguelito Borboa. Así, nos amanecia sin que nos
diésemos cuenta.
Cuando los fallecimientos se daban en invierno los
escuchábamos reunidos en una fogata improvisada donde los adultos bebían
alcohol y los pequeños gaseosas. En verano producíamos humo para ahuyentar a
los mosquitos y así continuaba la bola.
En uno de tantos, de los que fui, por supuesto allí lloraba,
decía incoherencias y bebía. Alternaba sus arengas con silencios prolongados.
Era noche de verano, las horas se me hacían interminables por sus letanías sin
pausa y sin sentido, por los zancudos, por lo monótono del canto de los grillos
y por lo sofocante del ambiente que me
había puesto de mal humor… la paciencia se me había agotado. No hallaba como
terminar la velada, me parecía que el tiempo daba vueltas, que no avanzaba,
como si se hubiese detenido. El calor me mantenía intenso a pesar de que estaba entrada la noche.
De manera súbita fuimos arrancados del marasmo de aquél
velorio; el Güero cesó bruscamente de llorar y volteó el rostro hacia donde nos
encontrábamos los que aún velábamos a esas horas, se levantó decidido y buscó
al hijo mayor del difunto. Éste se encontraba cerca de nosotros y hasta allá avanzó.
Al encontrarlo, le exigió con tono enérgico y firme el pago de sus horas de
llanto. Le urgía retirarse a otra ceremonia que se llevaba a cabo esa noche.
— Joel, he llorado
tres horas y la verdad es que ya me enfadé, me quiero ir, me sales debiendo quince pesos.
Así fue el encuentro del doliente que hacía las veces de líder. El huérfano
entendió que no tenía que discutir, ya que al hacerlo terminaría en un
escándalo y le dio un billete de a veinte pesos. Ya con este entre sus manos
ásperas y sucias, lo acarició, mientras lo veía con detenimiento como
acomodando sus ideas y después de un lapso que desesperaba al doliente y a
todos los presentes, dijo:
— No tengo feria, y en este momento no hay donde cambiarlo y
para que no sobre nada te voy a completar con un ataque. Sorprendido, el deudo
trató de persuadirlo de que no llevara a cabo su propósito ya que con ello
alteraría la dinámica de la ceremonia, por supuesto que no entendió y enseguida
se dispuso ganarse el dinero a su manera. Al terminar de decir su intención,
quedó erguido, rígido, luego lanzó un grito estridente que fue sofocado por
bocanadas de espuma blanquecina que en grandes cantidades salían con dificultad
por la boca, Cayó al suelo y vinieron los estremecimientos, luego las
secreciones que antes eran blancas se tornaron sanguinolentas, situación que me
generó incertidumbre y angustia.
Las contracturas que envolvían su cuerpo impedían que
respirara libremente parecía como si el pecho no se moviera, como si lo tuviera
congelado, lo anterior ocasionó que la piel blanca de la cara se tornara de un
tono oscuro. Los movimientos
incontrolados lo llevaron hacia
el féretro. Apareció la posibilidad de que en una convulsión metiera la cara en la enorme tina que estaba
debajo de la caja y contenía hielo. La
tenían para que no se pudriera el muerto por lo intenso del calor. Hasta allá
rodó el llorón, movió el ataúd que se soportaba por sus extremos sobre unas
estructuras de fierro, pareció por momentos que la tiraría.
Lo grotesco de aquel evento revolucionó la noche y rompió el aburrimiento en la que
habíamos caído todos. De repente nos
movilizamos en torno al enfermo. Las mujeres corrían buscando alcohol, otras
alcanfor para darle a oler y frotarlo. Otras lo hacían rumbo a la cocina
buscando cebolla morada para partirla en trozos y dársela oler; todos gritaban
intentando coordinar las acciones, se escuchaba: ¡ponle un pañuelo entre los
dientes!,- ¡cuídale la cabeza que no se golpee!- ¡que no caiga a la tina!,-
¡échale aire con el sombrero!-¡desapúñanle las manos- ! mientras le frotaban la
nuca con alcohol, le daban a oler alcanfor y mitades de cebolla morada poco a
poco fue volviendo en si, como para demostrarse a sí mismo lo anterior, movía
lentamente los brazos, piernas y cuello a voluntad, pero continuaba acostado
sobre el piso de tierra.
Después de un buen
rato se sentó, tomó la cabeza entre sus manos como queriendo organizar sus
ideas, permaneció sumido en un silencio. Al mucho tiempo bajo sus manos,
decidió explorar su cuerpo y en el vaivén de los dedos descubre un pequeño hilo
de sangre que emanaba de su frente; la tocó y se los empapó, luego los bajó
lentamente hasta la altura de sus ojos y al poco rato exclamó a manera de pregunta:
— ¿Quién me corneó?
La interrogante sin cordura provocó hilaridad en los pocos
que aún quedábamos. Por esto y por mucho más, cuando voy a un velorio a Costa Rica,
siempre busco a Chinto, al Miguelito Borboa y al Funerarias, aunque ya no los miro, hoy
tengo la duda si alguien cobró por llorar en el velorio del Güero.
Tomado de mí libro Se Va a Saber… Dijo Barrón
Dr. Nicolás Avilés González
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